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Crimen, locura y confinamiento indefinido por insania en la República Argentina. La historia de Roberto, el preso más antiguo del Servicio Penitenciario Federal

Mercedes Rojas Machado
Centro de Investigaciones Sociales-Conicet/ides
mrojasmachado@gmail.com

Fecha de recepción: 22 de mayo de 2020
Fecha de aprobación: 20 de agosto de 2020

Conocí a Roberto en el servicio psiquiátrico de varones de uno de los complejos penitenciarios más grandes del Servicio Penitenciario Federal (spf) argentino.[1] Era un hombre sexagenario, de estatura media, bigote tupido y contextura ancha. De su calva cabeza flotaban a los costados unos robustos mechones canosos que cubrían sus orejas. Me lo presentaron en mis primeros días de trabajo de campo etnográfico por ser “el preso más viejo de todo el spf” y por ser considerado “un viejito amoroso”, después de tantos años de encabezar conflictos carcelarios. Roberto era, de hecho, la persona que había estado una mayor cuantía de años bajo encierro punitivo dentro de un servicio que aloja a más de diez mil personas. Sus legajos eran inmensos, había circulado por distintos establecimientos durante su trayectoria institucional y era peculiarmente famoso. Circulaban distintas versiones sobre su historia, y sobre su protagonismo en distintos motines durante las décadas de los ochenta y noventa. Con el tiempo de aprisionamiento y su edad, había perdido el interés en formar parte de episodios que pudieran ser clasificados como agresivos. Mantenía una relación cordial con los trabajadores del pabellón en el que se encontraba. Más allá de su espíritu ermitaño (así era como él se autopercibía), los profesionales de salud mental que lo atendían se habían encariñado bastante y lo consideraban una persona tranquila y colaboradora. Su historia resultaba extraña frente a la presencia de hombre mayor, solitario pero de sonrisa amplia y con una buena predisposición para hablar.

En 1982 fueron hallados los cuerpos sin vida de cuatro taxistas, todos ellos aparecieron en horas de la madrugada, desplomados sobre el asiento delantero de sus automóviles, con un disparo en la sien. Junto con sus restos, había distintos tipos de objetos de valor, lo cual motivó a descartar intentos de robo, pese a que se desconocía el paradero de la documentación de los vehículos y de las víctimas. La investigación policial, ante la ausencia de información, versó en un repertorio de hipótesis descabelladas hasta que una persona se presentó ante el juez que llevaba la causa para “entregar” a su hermano.

En contraste con las imágenes que habían circulado en los medios de comunicación de la época, quien reconoció la autoría de los asesinatos era un joven de veinte años. Durante más de cuatro décadas distintas agencias estatales, burocracias penales-penitenciarias, médicos y psiquiatras forenses evaluaron, diagnosticaron, clasificaron a Roberto convalidando la declaración de su insania y solicitando su confinamiento dentro de instituciones de encierro de manera indeterminada, perpetua.

El día que nos conocimos nos sentamos en una de las mesas del pabellón donde usualmente se recibían a las visitas. En ese entonces, después de tantos años de encierro, era el cocinero del spf y tenía permitida una mayor circulación por el pabellón respecto de sus compañeros. El interés de su historia, de su narrativa personal,[2] tiene que ver con el lugar en el que permanecen las personas atravesadas, de manera simultánea, por los dispositivos penales-penitenciarios y psiquiátricos.

Pese a las transformaciones en materia penal-penitenciaria y las políticas de derechos humanos de la última década en la República Argentina, continúa existiendo un conjunto de personas privadas de su libertad cuya condición jurídica es excepcional. Se trata de personas infractoras de la ley penal a quienes les fue aplicada una “medida de seguridad curativa” regulada en el artículo 34 del Código Penal vigente desde 1922. Dicha norma establece la inimputabilidad de quienes no hayan podido (ya sea por insuficiencia de sus facultades, por alteraciones morbosas de las mismas o por su estado de inconciencia, error o ignorancia) comprender la criminalidad del acto delictivo o dirigir sus acciones. No obstante, los operadores del dispositivo penal junto con la colaboración de un perito médico proceden a su clasificación bajo los rótulos de enajenación y peligrosidad, recluyéndolas en espacios institucionales de similar naturaleza (hospitales psiquiátricos, segmentos separados de hospitales psiquiátricos a cargo de autoridades penitenciarias, segmentos separados de unidades penitenciarias) por tiempo indeterminado. Esta situación nos coloca frente taxonomías disciplinarias, prácticas institucionales y discursos que sostienen una intervención normalizadora de la conducta humana, basada en la peligrosidad como categoría clasificatoria para seleccionar la desviación en función de múltiples respuestas disciplinarias.[3]

Resulta significativo que esta clasificación penal no finalice con la declaración de “cura” de la enajenación mental que supuestamente padecen, sino cuando los operadores penales consideren que ha desparecido el peligro que representan para sí o para terceros.[4] De este modo, lo que sucede entre los discursos y prácticas psiquiátricos frente a los discursos y prácticas penales-penitenciarios es la instauración de una tecnología gubernamental capaz de permitir la sustracción de un tipo de individuo del entramado social a modo de excepción, ya que son eximidas de la responsabilidad penal sobre el hecho delictivo del que se las acusa, pero son igualmente sustraídos del cuerpo social, y puestas a disposición de organismos de encierro y punición. El acto de enunciación de su inimputabilidad en sí mismo establece estos encierros prolongados e indeterminados en el tiempo, a la vez que dispone la reclusión de estas personas bajo el argumento de su constitución psíquica y emocional, sin referencia alguna a los hechos cometidos, tal como lo muestran los análisis de la antropóloga Andrea Lombraña,[5] donde la potencialidad de culpabilidad frente al hecho delictivo adquiere mayor relevancia que su autoría. La justicia detiene su intervención sobre el hecho cometido, pero no lo hace respecto de la persona. El Estado aparece como garante de la seguridad del cuerpo social por medio de la sustracción de este colectivo, pero provisto de un discurso ambivalente entre el castigo y la tutela, la asistencia y el desprecio. Su situación es paradójica: mientras son exculpadas por el sistema judicial de la responsabilidad sobre el hecho delictivo del que se las acusa —fundamentados en un estado psíquico-emocional y la inexistencia de abordajes institucionales adecuados—, son arrojados dentro de establecimientos penitenciarios, psiquiátrico-penitenciarios o psiquiátricos-asilares por tiempo indeterminado y sujeto a permanentes evaluaciones forenses. Los mismos, como fue destacado por diversas investigaciones locales,[6] no están exentos de la interferencia de valoraciones morales y de dictámenes coercitivos vinculados a la opinión pública y el supuesto resguardo del resto de la ciudadanía.

Considero relevante y urgente colocar la mirada en esta situación debido a que las condiciones de su encierro son en mayor medida inhumanas, y reúnen un conjunto de privaciones y padecimientos, desde las inapropiadas estructuras edilicias hasta la baja calidad de la atención del sufrimiento psíquico organizada en torno a la provisión de psicofármacos, como lo han mostrado las pocas exploraciones sociológicas y de organizaciones civiles que se han aventurado en estos territorios institucionales en Argentina.[7] A la arbitrariedad de la intervención coactiva se le suma, como contracara, el sufrimiento y el abandono del que son objeto. En la actualidad, estas personas continúan estando en estado de excepción, ni siquiera se conoce su cantidad, puesto a que las agencias estatales competentes no se han dedicado a estudiarlo. Sus condiciones de vida, el abandono, la falta de dedicación del aparato judicial para atender con seriedad su situación y sus experiencias de vida resultan un campo poco indagado. Las presentes páginas son una forma de recuperar una de sus voces, generar un acercamiento a sus experiencias, impresiones y soledades para conocer de qué forma transita tal particularidad. Quienes exploramos esta problemática nos encontramos ante la zozobra de la falta de alternativas que coadyuven a la realización de estas personas, su efectivo reconocimiento y el respeto a sus derechos.

***

Una tarde de julio de 2015, con grabador mediante, pedí a Roberto que me contara un poco su vida. Aquello que recordaba, porque siempre aludía notar borrosa parte de su vida, desconocer desde la memoria de algunas etapas de su vida. Nos encontrábamos en el pabellón psiquiátrico de uno de los complejos penitenciarios más grandes del Servicio Penitenciario Federal argentino. Desde 2011 se había instaurado dentro de sus muros un programa nacional de intervención civil encargada de la atención de personas detenidas tipificadas con padecimientos mentales de diversa índole. Nos sentamos en una pequeña mesa y Roberto comenzó a hablar con soltura:

Nací en Mataderos y pasé casi toda mi vida en Lomas del Mirador, en la Provincia de Buenos Aires. Mis padres eran separados, así que empecé a vivir con mi madre hasta los 15 años y después me mudé a la casa de mi padre. Hay poco que pueda contarte de esa época porque siento que vivía en una nube, por llamarlo de alguna manera. Vivía en un mundo de película. Cada día a la mañana me despertaba y empezaba con una película en la cabeza.

Siempre fui un chico muy solitario y no me gustaba la escuela. Recuerdo que llegué a tener notas tétricas, que me obligaban a esconder el boletín [de calificaciones] por meses, para evitar que me castiguen. Una vez llamaron a mi madre precisamente por esta cuestión, y tuve que lidiar con las consecuencias. Me dio una paliza del terror, ella me pegaba mucho generalmente. Creo que motivado por esos golpes tuve varios intentos de suicidio de chico, pero eran intentos más bien fantasiosos. Tenían mucho que ver con lo ritual o teatral. Los hacía principalmente para mí, eran escenas que montaba para mí. Por ejemplo, una vez tomé bastante alcohol de quemar y me acosté en mi cama listo para ir al cajón. Fue un fracaso absoluto, no me hizo nada, apenas me sentí un poco mal. Tuve otros, pero siempre por alguna razón, no funcionaban.

Con el tiempo entendí que tal vez mi madre haya tenido mucho que ver con las cosas que me fueron pasando en la cabeza, mi relación con ella, más allá de las palizas. Cuando caí preso, me pusieron un médico forense que habló con toda mi familia para tratar de entender y reconstruir mi historia, yo no era de mucha ayuda. Un día me preguntó si alguna vez pensamos en internarla en un psiquiátrico. Me imagino que ella habrá hablado mucho de sus creencias místicas. De hecho, alguna que otra psicóloga me dijo que nadie nace psicótico y que ella había hecho bastante para que yo llegué a tener un desorden mental tan severo. Francamente, no lo sé. Ella se figuraba a los hombres como un aborto mal hecho, me lo decía siempre. Cuando se iba a trabajar me dejaba encerrado en la casa porque todas las personas que estaban afuera eran unos brujos que querían hacerme daño. Ella era la única que me quería, no le gustaba la gente. Sus amigos tenían que ver con la religión. Nosotros éramos espiritistas y nos reuníamos en una capilla privada, tal vez clandestinamente. Teníamos nuestros rituales: muñequitos, cosas que se hacían y a veces funcionaban. Yo, francamente, creo que mis conocimientos religiosos no vienen de esta vida. Tal vez sea mi locura la que me hace pensar eso.

Caí preso de chico y esa etapa la tengo bastante confusa. Tengo recuerdo y certeza sobre todo lo que pasó y lo que hice, pero el problema fue que nunca lo pude explicar.

Los forenses me veían y no sabían bien qué decir, yo no era el típico asesino en serie que esperaban encontrar. Varios de ellos consideraron que yo tenía una parafrenia,[8] y que por eso pude vivir en dos mundos paralelos durante tanto tiempo. Parece que estaba más del otro mundo que de éste. En éste no tenía sensaciones. Ahora cuando pienso en eso siento algo parecido a la tristeza porque sé que soy una persona que no pudo vivir. Como estaba siempre en el otro mundo, no fui capaz de entender éste. Como te dije, mi vida eran las películas, para mí este mundo era eso, películas que pasaban y que yo dirigía. Podía estar hablando con una persona, pero estar en China tranquilamente mientras tanto. En aquella época era así y dentro de la cárcel siguió mucho tiempo esa película. Muy fuerte en los primeros años porque todo se tornaba como irreal.

Con el tiempo todo fue cambiando y ahí tenés tres versiones diferentes para explicarlo: yo digo que me fortalecí, que maduré; pero seguramente los psicólogos piensen que el tratamiento fue efectivo, y los psiquiatras, que el haloperidol[9] es bueno. Hoy puedo decir que las películas murieron, todas murieron. Por un lado, creo que las extrañé cuando dejaron de aparecer, yo me sentía un director de lo que pasaba en mi cabeza. Le daba a mi cabeza los personajes, un libreto, la música, la ambientación. Era buenísimo, pero también me jodió la vida, me prohibió vivir. Hoy soy un viejo y hay cosas que no recuerdo haber vivido nunca, como el amor, por ejemplo. No tengo idea de lo que era mi vida. Cuando hablo de calle no sé lo que viví, lo que hacía, las cosas que me pasaban. En algún momento, supongo, tuve que haber tenido algo, pero no lo recuerdo.

La última época en la calle tuve que reconstruirla; usé cosas de los forenses, los diarios. Y yo en esa época también era un desastre, iba por la vida como un camión, no me importaba nada. Si una persona cruzaba la calle y yo la atropellaba, por dar un ejemplo que nunca pasó, la culpa no era mía, era de la persona que cruzó, era el destino de esa persona. Le pasó porque tenía que pasarle, como a mí, siento que todo lo que me pasó en la vida fue por algo, tenía que ser de esa manera.

Tengo que reconocer que esa época en la que tenía toda la caravana de médicos forenses que me venían a ver, un poco me divertía. Tal vez haya sido porque durante mucho tiempo usé el miedo como divertimento y como un escudo. Yo llegué a ser parte de materias de la universidad, aunque no lo puedas creer. Dos veces al año me venían a ver estudiantes de la facultad, los traía un profesor para que vieran lo loco que yo estaba. Y yo les tenía que dar cátedra, les contaba mis historias, cómo habían sido los hechos. Encima era un profesor bastante desgraciado porque era morboso, le gustaba incentivar cosas así y que los estudiantes me miraran con caras de terror. Yo también lo disfrutaba, me divertía viéndoles esas caras de susto.

A partir de ahí siento que fui construyendo todo un personaje de mí mismo, y me resultaba fácil, me transformé en un caso, en lugar de ser una persona. Fui uno de los primeros que se le aplicó, psiquiátricamente hablando, la peligrosidad potencial. Es una forma en la que la justicia te dice: “Esta persona está bien, está tranquila, no necesita medicación, pero ante la duda, que se quede encerrada”. Yo sentía que vivía rebotando contra un muro y me daba mucha bronca. Hace muchos años que estoy luchando judicialmente porque mi encierro en una cárcel de máxima seguridad es completamente ilegal y contradictorio con mi causa, pero no hay forma. Esto que te voy a contar te va a parecer una locura. Yo soy artículo 34, pero después realizaron cambios con mi causa. Yo tengo hechos [delitos] en Capital Federal y en provincia de Buenos Aires, cuatro en una semana, para ser más preciso. Para Capital por tres hechos soy un loco y tengo juicio civil por insania mental. Por gracia de Dios, de la ciencia y de la medicina, yo cruzo a provincia y soy el tipo normal que está condenado con reclusión perpetua. Por la misma causa. Cruzar la General Paz[10] significa que me curé o que no soy un loco, jurídicamente hablando. La historia sigue así: después de treinta años cuando pido la [libertad] condicional en provincia ellos estaban obligados a otorgármela, ahí se dieron cuenta que yo podía estar actuando, entonces me pusieron el artículo 34 ahí también. Ahora se dieron cuenta, después de tantos años, los muchachos del poder judicial de que esto es una aberración jurídica.

Ahora ya está, no hay mucho que pueda hacerse sobre eso, está hecho. Yo ya pasé toda mi vida en la cárcel y por más irregular que haya sido el proceso no hay nada que pueda hacerse, y tampoco siento que esté mal, me refiero a que no hubiese podido vivir normalmente nunca. Aunque suene raro, en la cárcel me terminé forjando una vida, aunque eso tuvo momentos bastante tétricos.

Caí detenido a los 20 años bajo dictadura militar en [la cárcel de] Caseros, en plena dictadura militar ¡No te imaginás lo que fue eso! De alguna manera, estoy acostumbrado a estos chicos[11] cuando tenían todos poder, mucho más poder que ahora. Y eran malos con ese poder. Todo era muy diferente, en aquella época se debía caminar con las manos atrás, no se podía mirar hacia el lado de la cara de los guardias, los castigos eran mucho más importantes, más dolorosos. La unión del preso era diferente, yo soy un dinosaurio, yo me crie con viejos códigos, viejas leyes del preso. Eso no existe más. Antes la pelea era contra el penitenciario, no contra el preso.

Los presos viejos, los ladrones viejos, te enseñaban otra manera de caminar, el respeto a la mujer, el respeto a la visita, a un montón de cosas. En las visitas, por ejemplo, no podías gritarles a las familias porque te mataban a puñaladas. El respeto en la visita era muy esencial, era sagrado. Y con las peleas, si se usaba una faca[12] tenía que ser una pelea muy seria, por algo muy jodido; si no, era todo a mano. Ahora no hay códigos, no se respeta ni al padrón. Hoy te tiran con un arpón de dos metros, ni siquiera te tiran con la mano. O sea, te tiran a dos metros de distancia con un arpón, no tiene nada que ver. Es muy diferente. Antes para manejar una faca tenía que pasar algo que lo justificase y no estaba del todo bien visto, porque te la tenías que bancar con tu propio cuerpo. Ahora te vienen de a veinte y con arpones. Supongo que lo mismo también pasó en la calle, supongo que lo mismo pasó socialmente. Cuando yo caí preso, tener un familiar delincuente se escondía, se tapaba. Nadie en el barrio tenía que enterarse porque era una deshonra. Hoy por hoy es casi una medalla.

El Servicio fue adaptándose con el paso de los años, pero no dejó de ser lo que era. Porque si ellos no tienen un poder muy agresivo, muy pesado, al preso no lo pueden contener con nada. Con el tiempo fueron ideando otras formas para dominar al preso. Por ejemplo, por el año 86, después de varios motines en la cárcel de Devoto, el Servicio entendió que la única manera de destruir la fuerza del preso era venderle droga. Ahí empezó la destrucción total, la droga que entraba en Devoto en aquella época prolijita te la vendían los propios jefes. Y ellos lograban varias cosas, por ejemplo, el preso no iba a tocar al que le vendía. Teníamos seguridad de vida. El preso no iba a joder al que le vendía. Entonces el preso empezó a matarse entre sí por la droga, en esa ápoca andábamos por los tres o cuatro muertos por día, de mínima.

Las drogas son y siempre fueron un problema para las relaciones entre nosotros, todo se fue degenerando. Hubo una masacre famosa en [la cárcel de] Devoto por culpa del Rivotril,[13] entraron más de doscientas pastillas y en pocas horas arrancó la primera pelea. Uno escondió una faca adentro de una media y se acercó a hablar con otro, le metió tres puñaladas en cuestión de segundos. Una de esas puñaladas fue cerca del corazón, así que todos veíamos cómo bombeaba el corazón, cómo le saltaban los chorritos de sangre por la herida. Los penitenciarios vieron todo, metieron candados a las tres puertas y se fueron, nos dejaron solos, y ahí empezaron las otras peleas. Estuvimos, creo, dos días encerrados con gente muy brava drogada cagándose a piñas, a facazos. Al tercer día entraron para llevarse a los muertos. Ellos sabían que si entraban en el momento del arranque era todo el pabellón contra ellos. Un pabellón pesado, gente con cadenas perpetuas, toda drogada. ¿Entonces qué hicieron? Dejaron que los presos se maten entre ellos, y cuando se apaciguaron los ánimos, entraron.

Yo, para ese entonces, ya tenía mi nombre y mi reputación. Hay algo especial que pasa adentro de las cárceles: los que tenemos reclusiones perpetuas, más en aquella época, éramos los primeros en la fila para cualquier motín. Pensá que vos sabés que vas a estar toda tu vida adentro de la cárcel, entonces ya sabés que te tenés que hacer tu nombre de por vida, que la gente te conozca, donde sea que vayas que siempre sepan quién sos. Hoy soy un tipo que, después de tantos años, puedo ir a cualquier cárcel federal y seguro tengo gente que sabe quién soy, que conoce toda mi historia carcelaria, las cosas que hice.

Dentro de esta reputación y nombre que me hice acá dentro, tuve toda una historia de religión también, en la cárcel me sirvió mucho. La requisa, por ejemplo, no se atrevía a entrar a mi celda ¿Y eso por qué? Yo soy creyente y practicante con muchos conocimientos de umbanda y de quimbanda, entonces tenía muñequitos colgados de la reja, cosas de brujería arriba de la mesa. “No, acá no requisamos. No entramos acá”, decían. Éstas son cosas que uno aprende adentro, en la calle jamás hubiera usado la religión como una defensa, pero adentro de la cárcel sí. Una vez pasó algo muy extraño que marcó un poco mi fama, estábamos en [la cárcel de] Caseros y yo tenía mi altarcito, mis cosas religiosas. Un compañero, que era creyente también a su manera vino un día y me dice: “¿Te puedo dar mi nombre y unos papeles para que los pongas en tu santuario? ¿Rezarías por mí?”. Bueno, yo le dije que sí. Los puse y le dije: “La fe es tuya, no mía. Es tu fe”. Ese mismo día a él lo llevan al juzgado, tenía que ir esa tarde, ya lo sabía. Era la época que en la cárcel se gritaba a través de unos vidrios rotos que comunicaban con la calle. A mí no me gritaba nadie, no tenía gente que me viniera a gritar, pero un día (poco después de lo que te estoy contando), uno de mis compañeros me dice: “Che, loco, hay uno que te está gritando a vos”. “A mí? No creo”, le respondo. Me insistió que sí y fui a ver qué pasaba. Era este pibe que había salido en libertad. Y me gritaba “Gracias loco, gracias por rezar por mí”. A partir de ese momento me llovieron papeles de todos los pisos. Todos los presos me subían papelitos. Desde ese momento me quedó fama de brujo adentro de la cárcel. El resto de mi fama me lo dieron los motines, encabezarlos siempre y ser de los que bancaban después los palos que venían como represalias. Después hay que saber diferenciar, porque una cosa es la fama y otra lo que realmente pasó. Acá en la cárcel todo se agranda mucho. Yo tengo entre mis causas cuatro homicidios, los cometí cuando tenía 20 años y casi no los recuerdo. Nunca entendí qué me pasaba y nunca tuve claro por qué lo hacía. Yo estaba en la calle y sentía una voz que me indicaba “es ese” y así me subía a los taxis y, de alguna manera, elegía a las personas. Yo le pregunto a cualquier preso por mi apellido y escucho cosas como “ese viejo mató como a cuarenta”.

Sobre los motines hay que entender que tenían una lógica particular que fue cambiando mucho con el paso de los años, a veces eran por cosas que pasaban, como una tortura a un preso, por ejemplo. Otras veces servía como un recurso para evitar que pase algo que al preso no le convenía, como una estrategia. Una vez en la cárcel de Caseros empezamos a escuchar que habían matado a alguien en una requisa y levantamos todo el penal, hicimos un lío tremendo. Al final era mentira, las personas que lo habían iniciado sabían que se aproximaba una requisa y la tenían que parar de alguna manera porque tenían de todo para esconder. Ese fue un motín muy grande, nos dimos cuenta que las paredes eran de ladrillo hueco y las tiramos a trompadas. Hoy creo que quienes lo empezaron no esperaban esa repercusión, no se imaginaban que les iba a salir tan bien. Los que teníamos perpetua teníamos que participar siempre. Llegamos a armar unos grandes, con muchos rehenes. Pero después por su propia lógica todo se desmorona, empiezan todos con mucha euforia y terminan pidiendo que no les hagan mucho daño cuando los penitenciaros recuperen la cárcel, tratar de negociar que no haya tantas represalias. La verdad no conozco ningún motín que haya servido para algo, era más bien parte del folclore.

También el motín era nuestra forma de resistencia, nosotros los hacíamos para pedir mejores condiciones de alojamiento, mejoras en nuestras causas judiciales, para reclamar por los abusos y las violaciones que pasan en la cárcel. Las generaciones jóvenes no saben ni qué eran, ni cómo hacerlas. En aquellas épocas el preso conocía la ley, conocía lo que estaba pasando con su causa, al menos mínimamente. Aparte, desgraciadamente, hay gente que le gusta vivir acá. Tienen la visita que les trae la comida, les andan trayendo lo que necesitan, consiguen droga.

Ésa fue mi vida en la cárcel y después me mandaron al pabellón penitenciario del [Hospital José T.] Borda.[14] Ahí tuve tratamiento psicológico por primera vez, eso significaba, tomar treinta pastillas por día. Era la unidad más peligrosa de todas por las pastillas que circulaban y por la forma en la que te medicaban hasta dejarte sin vida. Había tres muertos por año de sobredosis por todas esas cosas que nos daban y te paraban el corazón. Lo peor de todo fueron las montañas de haloperidol con la que me medicaban. Ésa es una droga que te contractura todo, se te va la lengua para el costado, es un horror. No podés controlar tu cuerpo y no podés evitar moverte. Te destruye y también casi te identifica, se puede detectar fácil a un loco de haloperidol, caminando como un robot, es un muerto vivo, un zombi. Después te viene el bajón, que es como una depresión muy negra producto de esa droga. Mirás las paredes, está todo sucio, los muebles, todo pegajoso, te querés matar. Recuerdo que una vez que por un problema médico tuve que estar internado fuera del hospital psiquiátrico y me desintoxicaron. Tengo grabado en la memoria, y eso que hay pocas cosas que recuerdo, un instante en el que me estaba bañando y me di cuenta de que estaba vivo. Todavía siento estar bajo el agua, me miraba los brazos, las manos, los pies, como si los empezara a descubrir. Fue darme cuenta que estaba vivo después de mucho tiempo, sentir algo, renacer.

Más allá de esto que te cuento y de cómo nos mataban con medicación en la unidad 20, tengo que reconocer que ahí pude empezar a trabajar. Tuve mi propio taller de electrónica, lo hice yo, lo armé de la nada. En la cárcel no hubiese podido hacerlo, seguramente. En aquella época había que pelear con los penitenciarios, pero yo arreglaba boludeces, y ellos empezaron a traerme sus cosas y era mi trabajo. Así empezó todo, hoy trabajo para el Servicio, yo cocino para ellos. Quiero decir, imaginate un preso que les haga la comida a ellos y que ellos vengan a comer sin problemas. Eso pasa porque te conocen, porque hoy hay confianza. Es jodido que coman la comida que les hace un preso.

Después, en el 2011 nos mudaron acá [Complejo Penitenciario Federal de Ezeiza] y con la creación del prisma [Programa Interministerial de Salud Mental Argentino] cambiaron varias cosas, algunas para bien, otras no. En el hospital teníamos más libertad, teníamos muchos talleres, podíamos movernos mucho más por el espacio. Acá estamos en una cárcel de máxima seguridad y todo es mucho más complicado, perdimos bastante en ese sentido. Por otro lado, que haya profesionales civiles ayuda a controlar a los penitenciarios. Acá estamos en una isla, no hay tanta violencia como en otras partes de esta misma cárcel, los profesionales controlan mucho que no haya abusos. También hay un tratamiento de verdad, acá no te duermen con pastillas. Yo ya estoy viejo, no participo de nada y no necesito ver a ningún psicólogo, yo ya estoy, pero a los jóvenes les ayuda mucho.

***

Antes de despedirnos aquella tarde, le pregunté cómo creía que le afectado el encierro, si podía decir que le había afectado. A lo que respondió, sin dudar un instante: “¿Si me afectó el encierro? Me salvó el encierro. Me salvó de mí mismo, de mi juventud. No hubiera sobrevivido mucho en la calle con la locura galopante que tenía. Mi familia me entregó y se lo agradezco. Había que parar”.


[1] De acuerdo con los lineamientos fijados por la Resolución Nº 2857 del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet/Argentina) y los principios promulgados en la Declaración de Helsinki, especialmente en lo referido al consentimiento y protección de “individuos vulnerables” (artículo 25), he tomado los resguardos éticos de rigor para preservar el anonimato, la identidad y la integridad moral y cultural de los pacientes psiquiátricos alojados en el establecimiento penitenciario. Así pues, los nombres propios que figuran en el presente trabajo son ficticios, en protección de la identidad de las personas entrevistadas.
[2] M. Bamberg, “Who am I? Narration and its contribution to self and identity”, Theory & Psychology, vol. 21, núm. 1 (2011), 3-24, acceso el 27 de octubre de 2020, https://doi.org/10.1177/0959354309355852; Ochs, E., y L. Capps, “Narrating the Self”, Annual Review of Anthropology, vol. 25 (1996): 19-43, acceso el 27 de octubre de 2020, https://www.annualreviews.org/doi/abs/10.1146/annurev.anthro.25.1.19; D. Schiffrin, “Narrative as self-portrait: Sociolinguistic constructions of identity”, Language in Society, vol. 25, núm. 2 (1996): 167-203, acceso el 27 de octubre de 2020 https://doi.org/10.1017/S0047404500020601.
[3] M. Foucault, Los anormales, (Buenos Aires: fce, 2010); M. Pavarini, y M. Betti, “La tutela social de la/a la locura. Notas teóricas sobre la ciencia y la práctica psiquiátricas frente a las nuevas estrategias de control social”, Delito y Sociedad, vol. 1, núm. 13 (1999): 93-110, acceso el 27 de octubre de 2020, https://doi.org/10.14409/dys.v1i13.5823; T. Pitch, “Responsabilidad penal y enfermedad mental. Justicia penal y psiquiatría reformada en Italia”, Delito y Sociedad, vol. 1, núm. 13 (1999): 111-138, acceso el 27 de octubre de 2020, https://doi.org/10.14409/dys.v1i13.5824; M. Sozzo, “A manera de epílogo. Cuestiones de responsabilidad entre dispositivo penal y dispositivo psiquiátrico: Materiales para el debate desde Argentina”, Delito y Sociedad: Revista de Ciencias Sociales, núm. 13 (1999): 163-182.
[4] A. Lombraña, “Dispositivos penales de perdón: Modos de decir y hacer en torno a la emoción y el castigo” (tesis doctoral, Facultad de Filosofía y Letras-uba, 2014) acceso el 27 de octubre de 2020, http://repositorio.filo.uba.ar/jspui/bitstream/filodigital/2955/1/uba_ffyl_t_2015_903121.pdf; A. Lombraña, “El caso de Luis: moralidades, emociones y dispositivo penal de ‘perdón’” Dilemas - Revista de Estudos de Conflito e Controle Social, vol. 8, núm. 2 (2015): 329-356; Sozzo, “A manera de epílogo...”; M. Sozzo, Locura y crimen: Nacimiento de la intersección entre los dispositivos penal y psiquiátrico (Buenos Aires: Didot, 2015).
[5] A. Lombraña, “La construcción de la verdad jurídica: Prueba, interpretaciones y disputas en torno a la inimputabilidad en el caso del «tirador serial de Belgrano» (Buenos Aires, Argentina)”, Revista Austral de Ciencias Sociales, núm. 23 (2012): 83-100 acceso el 27 de octubre de 2020, https://doi.org/10.4206/rev.austral.cienc.soc.2012.n23-05; A. Lombraña, “Dispositivos penales de perdón...”; A. Lombraña, “El caso de Luis...”.
[6] A. Barukel, “Responsabilidad, peligrosidad y simulación: prácticas judiciales en una institución psiquiátrica de la provincia de Santa Fe”, Delito y Sociedad, vol. 2 núm. 48 (2019): 118-140, acceso el 27 de octubre de 2020, https://doi.org/10.14409/dys.v2i48.8546; N. Farji Trubba, “La naturaleza desmedida de las medidas de seguridad. Acerca de la inimputabilidad, la peligrosidad y la vulnerabilidad social”, Derecho Penal (Delito, culpabilidad y locura), año 2, núm. 5 (2013): 61-76, acceso el 27 de octubre de 2020, http://www.bibliotecadigital.gob.ar/items/show/1474; Sozzo, Locura y crimen...; P. Vitalich, “‘Antes de firmarte la libertad a vos, me corto la mano’. Dos testimonios de la inimputabilidad”, Derecho Penal (Delito, culpabilidad y locura), año 2, núm. 5 (2013): 87-122, acceso el 27 de octubre de 2020, http://www.bibliotecadigital.gob.ar/items/show/1474.
[7] A. Bialacowsky, C. Lusnich, y E. Rosendo, “La institución manicomial: Los silencios sociales en el proceso de trabajo” Acta Psiquiátrica y Psicológica de América Latina, vol. 46, núm. 3, (2000): 235-246; Mental Disability Rights International y Centro de Estudios Legales y Sociales (eds.), Vidas arrasadas: La segregación de las personas en los asilos psiquiátricos argentinos: un informe sobre derechos humanos y salud mental en Argentina (Buenos Aires: Siglo XXI, 2007).
[8] La parafrenia ha sido una de las últimas grandes invenciones de la psiquiatría clásica. Tanto la escuela francesa como la escuela alemana han discutido fuertemente y descrito esta entidad clínica que es una forma intermediaria entre la paranoia y la esquizofrenia. Fue acuñado por Kahlbaum en 1863 para referirse a cuadros, no necesariamente psicóticos, que aparecían en periodos de transición vital, desde la adolescencia hasta la tercera edad. En 1890, Magnan describió el “delirio crónico progresivo”, caracterizado por cuatro fases: una primera, de persecución y de interpretaciones delirantes; una segunda, con alucinaciones auditivas; una tercera, de elación y megalomanía y, finalmente, una cuarta fase, definida por el déficit intelectivo más o menos demencial. En la actualidad, revisión del término en población de mediana edad y la vejez, lo cierto es que el actual manual diagnóstico para las enfermedades mentales de la Asociación Psiquiátrica Americana (dsm-iv) no alude a la noción de parafrenia, si bien desde la revisión de la edición anterior no es criterio de exclusión para padecer esquizofrenia el ser mayor de 45 años. Tampoco el consenso de la oms (cie-10) contempla entre sus posibilidades el diagnóstico de parafrenia. En este magma de controversias, en el que algunos autores abogan por la recuperación y el uso del concepto kraepeliniano, mientras que otros no encuentran motivos clínicos ni epidemiológicos suficientes para desligarlo del diagnóstico de esquizofrenia. Véase B. Rodríguez Salgado, J. Correas Lauffer, y J. Saiz Ruiz, “Revisión del concepto de parafrenia. A propósito de un caso”, Psiquiatría Biológica, vol. 12, núm. 5 (2005): 218-223; C. Widakowich, “Parafrenias: nosografía y presentación clínica”, Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, vol. 34, núm. 124 (2014): 683-694, acceso el 27 de octubre de 2020, https://doi.org/10.4321/S0211-57352014000400003.
[9] El haloperidol es un fármaco antipsicótico típico con acción farmacológica de tipo neuroléptico, que forma parte de las butirofenonas. Se trata de uno de los primeros medicamentos que se usaron en el siglo xx para el tratamiento de esquizofrenia y otras enfermedades mentales. En la Argentina, su uso está actualmente cuestionado por ser causante de severos deterioros cognitivos.
[10] La avenida General Paz es una autopista de 24.3 km de extensión en la ciudad autónoma de Buenos Aires, conocida también como Capital Federal, constituyéndose su límite con la provincia de Buenos Aires.
[11] En referencia a los agentes del Servicio Penitenciario Federal.
[12] Las facas son elementos artesanales que se utilizan dentro del ámbito carcelario para enfrentamientos violentos (por lo general, se confeccionan con objetos permitidos, como objetos de estudio o vestimenta), por alimentos, por ejemplo.
[13] El Rivotril es una de las marcas de laboratorio más extendidas que contienen clonazepam, un fármaco perteneciente al grupo de las benzodiazepinas que actúa sobre el sistema nervioso central, con propiedades ansiolíticas, anticonvulsionantes, miorrelajantes, sedantes, hipnóticas y estabilizadoras del estado de ánimo.
[14] La Unidad número 20 del Hospital José T. Borda constituyó el servicio psiquiátrico de varones a cargo del Servicio Penitenciario Federal desde 1979 hasta 2011. En un pabellón separado del resto del ámbito hospitalario se dispuso la autoridad y equipo de trabajadores penitenciarios del spf; dentro de este espacio se alojaba a internos penitenciarios con enfermedades mentales de larga duración o crónicas.

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Narrativas Antropológicas, primera época, año 2, número 3, enero-junio de 2021, es una publicación electrónica semestral editada por la Dirección de Etnología y Antropología Soocial del Instituto Nacional de Antropología e Historia, Secretaría de Cultura, Córdoba 45, col. Roma, C. P. 06700, alcaldía Cuauhtémoc, Ciudad de México, www.revistadeas.inah.gob.mx. Editor responsable: Benigno Casas de la Torre. Reservas de derechos al uso exclusivo: 04-2019-121112490400-203, ISSN: en trámite, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización del número: Íñigo Aguilar Medina, Dirección de Etnología y Antropología Social del INAH, Av. San Jerónimo 880, col. San Jerónimo Lídice, alcaldía Magdalena Contreras, C. P. 10 200, Ciudad de México. Fecha de última actualización: 31 de diciembre de 2020.

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