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  3. La supervivencia de los rituales del maguey y el pulque en la época colonial

La supervivencia de los rituales del maguey y el pulque en la época colonial
The survival of maguey and pulque rituals in the Colonial Era

 

Rodolfo Ramírez Rodríguez
Doctor en Historia, Escuela Nacional de Antropología e Historia
rodolfo.ramirez.rodriguez@gmail.com

 

Resumen
El presente texto intenta mostrar la supervivencia de la representación simbólica y religiosa en la actividad del cultivo del maguey de aguamiel y en la práctica del ritual de la elaboración del primer pulque entre los pueblos nahuas del centro sur de México, durante el siglo XVII, cuyas demostraciones fueron transcritas por algunos clérigos católicos como una muestra de conjuros agrícolas con reminiscencias de supersticiones de la antigua religión que fue combatida por religiosos regulares y seglares desde el siglo XVI, pero que perduró hasta el siglo XVIII. La importancia de este análisis etnohistórico se fundamenta en la supervivencia de un sistema de creencias durante el periodo colonial de México, el cual tuvo implicaciones culturales que llegaron a subsistir en la cultura del maguey y en la de los consumidores del blanco licor hasta hoy día.

Palabras clave: rituales, conjuros, cultivo, maguey, pulque.

 

Abstract
The present text tries to show the survival of the symbolic and religious representation in the activity of the crop of the maguey if aguamiel and in the realization of the ritual of the elaboration of the first pulque among the Nahua producers of the center-south of Mexico, during the 17th century, whose declarations were transcribed by clergymans, considered by their as a sample of agricultural spells with reminiscences of superstitions of the ancient religion that was fought by regular and secular religious from the sixteenth century and extended to the eighteenth. The importance of this ethnohistorical analysis is based on the survival of a belief system throughout the colonial period of Mexico and that had cultural implications that still exist in the maguey culture and in that of white liquor consumers today.

Keywords: rituals, superstitions, crop, agave, pulque.

 

Fecha de recepción: 1 de diciembre de 2022
Fecha de aprobación: 25 de abril de 2023

 

Introducción

Hasta ahora no se había evaluado la importancia de un aspecto que no es menor en el estudio etnohistórico, pues muestra un fragmento de las dinámicas de concepción del mundo de un pueblo netamente agrícola, el cual fue tratado de evangelizar en una religión monoteísta que se intentó imponer sobre una estructura mental y religiosa construida por milenios en sociedades altamente vinculadas con la naturaleza y con las actividades agrarias. La asociación de un mundo sobrenatural con el físico y material hizo pensar a los religiosos novohispanos que se trataban de “costumbres idolátricas y supersticiones” que rayaban en el paganismo y en lo demoniaco; mas en realidad, las frases rituales y peticiones orales muestran un alto sentido de vulnerabilidad ante la naturaleza y expresaban con mucha reverencia la necesidad de obtener los fines deseados, tanto en la siembra como en el momento de cosecha o recolección de insumos comestibles que estaban a expensas de las fuerzas naturales (lluvias, sequías, plagas o depredadores), a las cuales había que apaciguar con intenciones espirituales y muestras de un gran expresionismo oral de contenido lírico.

En este texto presentamos la manera en que una sociedad nahua, del centro-sur de la Nueva España, concebía la manera ritual de “tratar” la planta del maguey de aguamiel, que en el lenguaje ritual del nahuatlatolli era “la mujer de ocho en hilera” o “mujer de ocho pedernales”, que a mi entender se refiere simbólicamente al número imaginario de pencas enhiestas que se elevan al cielo; de igual manera, se expone el uso de apelativos reverenciales tanto al tabaco o “piçiete”, relacionado al soplo original, como al palo plantador, “espiritado” (representante del espíritu creador Quetzalcóatl); a “Uno Agua”, del mundo de la deidades acuáticas del cielo; o a la misma Tierra (Tlalteuctli), referida como “la hermana mayor”, la que abraza todo lo que se planta en el suelo. Lo anterior muestra un alto grado de concreción y sofisticación a la hora de invocar a las potencias naturales, que fueron traducidas como “divinidades” en nuestra nueva concepción religiosa, pero en su época fueron denostadas por sacerdotes católicos al considerarlas “demonios”. Los testimonios se insertan en un movimiento de renovación evangélica católica que buscaba erradicar cualquier tipo de práctica religiosa que fuera más allá de la ortodoxia del periodo en cuestión, tanto en Europa como en América; y uno de sus objetivos centrales fue una guerra doctrinal contra la embriaguez ritual en Nueva España, que persistía a causa del principal líquido embriagante producido del ancestral agave.

La importancia de esos aspectos muestra una clara continuidad de la savia fermentada del maguey, llamado pulque, como parte fundamental de las ceremonias agrícolas y religiosas, transcurrido un siglo de la imposición hispana en Mesoamérica pues, como se verá, el pulque formaba parte del ritual católico y, aun cuando estaba regulado por la misma festividad, a ojos de los sacerdotes su consumo era motivo de temor, pues su exceso podía llevar a consecuencias indeseables, tanto en lo moral como en lo mental, ya que, en estado de embriaguez, creían que los naturales podían regresar a su “credo gentílico”, y dar nueva vida a sus cosmovisiones que buscaban eliminar y reemplazar, logro para entonces no conseguido. Ahí radica la importancia de esta aportación, pues no sólo se analizarán los testimonios nahuas sino que se valorarán las descripciones anteriores y posteriores de frailes y clérigos que detallaron las expresiones rituales que siguieron acompañando tanto al cultivo del maguey como al consumo social del pulque, desde el siglo XVI hasta el XVIII, tomando como eje la obra de Hernando Ruiz de Alarcón.

Por otra parte, la importancia de esos documentos y su revisión bibliográfica puede servir de ejemplo para que nuevas interpretaciones o posturas etnohistóricas surjan en la comunidad académica, las cuales podrían buscar, por ejemplo, el hilo conductor de los procesos religiosos en el tiempo y en el espacio de las formaciones de comunidades parroquiales, así como la observancia de los preceptos de la Iglesia católica en el nuevo escenario espiritual mesoamericano, concebido aún como sincrético, pero también imaginado por otros como contestatario y rebelde durante la época colonial y hasta el siglo XIX. La riqueza del valor de obras como las de fray Andrés de Olmos o fray Diego Durán en el siglo XVI, o las de los clérigos seculares Hernando Ruiz de Alarcón, Jacinto de la Serna o Pedro Ponce de León, en el siglo XVII, hace necesaria su valoración actual con visos de buscar una comprensión sincrónica de los procesos que más les interesaron: la conversión y evangelización al cristianismo, pero con sobrevivencias de cultos antiguos.

 

Datos biográficos de Hernando Ruiz de Alarcón

Pocos conocen que el cura de Atenango del Río fue hermano del poeta y licenciado en Derecho, Juan Ruiz de Alarcón, quien a su regreso a Nueva España en 1608, tras no obtener el grado de doctor ni una cátedra en la Real y Pontificia Universidad, se dedicó a la abogacía, ocupando el cargo de teniente del Corregidor de la Ciudad de México, en 1609. Allí “le tocó conocer de todas las causas que se ofrecieran contra cualesquiera personas que tuvieran trato de hacer y vender pulque y contra los dueños de las casas donde se vendiese, así de oficio, como a pedimento de parte o por denunciación o querella, visitando y prendiendo, secuestrando los bienes de los culpables, fulminando las causas hasta la conclusión”.[1] Esto nos muestra un ambiente contrario al uso y consumo del pulque, como un “mal hábito” en la capital novohispana, que era desde luego un reflejo de la postura moral, administrativa y religiosa que imperaba tanto en el gobierno civil como en el arzobispado del principal virreinato, pues las autoridades habían incluso designado “jueces de pulque”, que se encargaban de mantener el orden e intervenir en cualquier abuso o conflicto, con el apoyo y beneplácito de la Iglesia. El pulque era visto —desde el poder— como una problemática social; sin embargo, para los consumidores habituales era sólo parte de su vida diaria.[2]

Aunque se desconocen los pormenores de la vida en la ciudad de México de la familia Ruiz Alarcón, se sabe que estaba integrada por el padre, Pedro Ruiz de Alarcón, oficial de minas, y la madre, Leonor de Mendoza; casados en 1572, la pareja repartió su vida entre la capital novohispana y el real de Taxco, donde mantenían actividades de extracción del mineral de plata. De los cinco hijos habidos, el mayor, Pedro, era desde 1603 vicario de Tenango; el segundo fue el mencionado dramaturgo Juan; le sigue para nuestro interés Hernando, quien fuera cura y juez eclesiástico de San Juan Atenango del Río; de los otros dos hermanos, Gaspar, fue cura beneficiado de Tetícpac y, al igual que el menor de ellos, García, estudió Artes y Teología en la Universidad Artes y Teología. Un aspecto interesante que ha subrayado Margarita Peña es la posibilidad de que la familia de Hernando Ruiz de Alarcón haya tenido orígenes judaizantes (pues el abuelo materno, Hernán Hernández de Casalla, casado con María de Mendoza, como primer poblador y minero de Taxco, fue acusado de ser descendiente de judíos conversos y de amancebarse con una joven nativa); tal situación podría explicar el intento de posicionarse en una sociedad colonial recalcitrante y mostrar una inquebrantable postura católica y a la vez denunciante de cualquier acto o práctica religiosa que fuera heterodoxa.[3]

Hernando Ruiz de Alarcón nació en 1583 (aunque también se menciona el año de 1574); estudió en el colegio jesuita de la Ciudad de México y en 1606 se tituló de bachiller en teología en la Real Universidad Pontificia de México (se propone a la par 1597). Al recibir la orden sacerdotal se dirigió a su parroquia hasta el día de su muerte, en 1646; tanto él como su hermano Pedro ejercieron de párrocos en poblaciones próximas a Taxco, en la zona caliente del sur de la Nueva España. Debido a su cargo había aprendido la lengua náhuatl que usó en sus pesquisas con los feligreses de una extensa región que abarcaba desde Cuernavaca, por el norte; Chilapa y Chilpancingo, por el sur; Tlapa, por el oriente, y Taxco e Iguala, por el poniente (territorio que hoy comprenden zonas de los estados de Morelos, Guerrero y Puebla). En ese extenso territorio se encontraban las poblaciones de Cuauhtla, Comallan, Cuetaxochitla, Huitzuco, Hoapan, Mayanalan, Mescaltepec, Temimiltzinco, Tepequacuilco, Tetelpan, Teteltzinco, Tlachmalacac, Tlaltizapan, Tlayacapan, Uzumatlan, Xicotlan, Xiuhtepec, Xoxouhtla, Yauhtepec.[4]

Los tratados contra supersticiones, hechicerías e idolatrías

Hernando Ruiz de Alarcón redactó el Tratado de las supersticiones y costumbres gentílicas que hoy viven entre los indios naturales desta Nueva España. En él recabó, en seis tratados o apartados, un registro de las prácticas consideradas “supersticiosas” o “diabólicas”, desde su perspectiva religiosa cristiana, siendo esas supervivencias de oraciones petitorias y rituales mesoamericanos anteriores a la Conquista.[5]

Una obra similar fue la del doctor en teología Jacinto de la Serna, cura de Jalatlaco y Tenancingo, cercanos a Toluca; él llevó a cabo pesquisas respecto de las prácticas idolátricas y supersticiosas con el fin de eliminarlas de las comunidades que, aparentemente sin mayor recelo, habían adoptado el cristianismo. La obra se titula Manual de ministros de indios, para el conocimiento de sus idolatrías y extirpación de ellas (1656), en la cual transcribe párrafos enteros de la obra de Alarcón, con importantes añadidos de opinión, como por ejemplo en cuanto a los conjuros de la siembra del maguey (ambos escritos se publicaron por primera vez en el siglo XIX en Anales del Museo Nacional, con una diferencia de ocho años a pesar del pie de imprenta).[6] Estas obras —y otras, de religiosos defensores a ultranza de la fe católica— se encuentran reunidas en los volúmenes publicados con el título Tratado de las idolatrías, supersticiones, dioses, hechicerías y otras costumbres gentílicas de las razas aborígenes de México.[7] Algunos de esos textos se publicaron en una edición más reciente titulada Hechicerías e idolatrías del México Antiguo,[8] en la cual se incluye la Breve relación de los dioses y ritos de la gentilidad de Pedro Ponce de León, descendiente de nobleza tlaxcalteca, y que después de ordenado sacerdote fue cura de Zumpahuacán, hasta 1628, año de su muerte;[9] el Informe contra los idólatras de Yucatán, de Pedro Sánchez de Aguilar (1555-1648), quien además elaboró dos tratados más acerca del papel de los obispos, los inquisidores y los jueces en los procesos de idolatría que debían llevarse; además, la Relación auténtica de las idolatrías, supersticiones y varias observaciones de los indios del obispado de Oaxaca, de Gonzalo Balsalobre, sacerdote de San Miguel Solá, quien observó la continuidad de creencias, rituales y sacrificios en la vida cotidiana del pueblo chatino a través de lecturas de textos rituales y emprendió procesos inquisitoriales en su contra.[10]

En cuanto a la aportación de Ruiz de Alarcón, ésta pudo tener alguna relación con la obra del teólogo español Pedro Ciruelo (1470-1560): Tratado en el qual se reprueban todas las supersticiones y hechizerias: muy útil y necesario a todos los buenos christianos zelosos de su saluacion (Barcelona: Impreso por Sebastián de Cormellas, 1628), o tal vez fueron ambos un producto simultáneo del parangón del celo de la Iglesia católica en ambos continentes por imponerse a cualquier culto o fe divergente del siglo XVII, fuese indígena o hispana. De cualquier modo, durante las décadas del primer siglo de evangelización se produjeron numerosos sermonarios, confesionarios y doctrinas, como el Camino del cielo en la legua mexicana del fraile franciscano Martín de León (1611), y la Primera parte del sermonario y santoral en lengua mexicana del agustino Juan de Mijangos (1624). Sonia Corcuera menciona que entre 1569 y 1760 se publicaron quince manuales sacramentales, catecismos y confesionarios en la capital.[11]

Buscando la explicación de este fenómeno en el pasado, al inicio del siglo XVI sobresalía la preocupación del clero regular al divulgar tratados de supersticiones e idolatrías para facilitar o forzar la conversión de los naturales y la extirpación del pensamiento religioso mesoamericano, como lo testimonia el famoso Tratado de hechicerías y sortilegios de fray Andrés de Olmos (1553) —que dos décadas atrás había sido testigo de la supervivencia religiosa de los nahuas de Cuauhnahuac—.[12] La obra de Olmos, a su vez, tenía fundamento esquemático en un texto de su antecesor franciscano de la región de Navarra, Martín de Castañega, El tratado muy sotil y bien fundado de las supersticiones y hechicerías y varios conjuros y abusiones, y otras cosas tocantes al caso, y de la posibilidad dellos, de 1529, lo que muestra una época de incertidumbres.[13]

Pero un siglo después, la labor evangélica e inquisidora en la Nueva España parece corresponder al clero secular y ya no a las órdenes religiosas, y esto es debido tanto al relevo de la organización de parroquias de naturales según los obispados, como a las consecuencias de las nuevas congregaciones de las comunidades indígenas, luego de la debacle demográfica a causa de las epidemias recurrentes durante la centuria posterior a la toma de Tenochtitlan y demás señoríos nahuas.[14] La intención era controlar y supervisar la doctrina cristiana más allá de la libertad práctica dada por las órdenes religiosas mendicantes; no obstante, en las comunidades supervivientes parecía existir la necesidad de una persistencia de las viejas creencias religiosas en las personas de mayor edad quienes, a pesar de adoptar el credo y ritual católico, mantenían con firmeza las prácticas que habían heredado de su pasado. Como ya lo expresó Émile Durkheim:[15] los ritos materializaban las ideas y creencias, estableciendo un vínculo entre los conceptos abstractos y los actores humanos de una comunidad, pero al mismo tiempo refrendan la relación con lo sobrenatural mediante el acto y la fe.  

El sentido y contenido del Tratado de Ruiz de Alarcón

Se desconoce la fecha exacta de la llegada de Hernando Ruiz de Alarcón como cura del pueblo de Atenango del Río, pero puede situarse en la primera década del siglo XVII. Entre 1613 y 1614 se efectuó un juicio o investigación a su persona por la acusación de haberse atribuido arbitrariamente la función de inquisidor de indígenas, al realizar representaciones de autos de fe en varias comunidades nahuas de su parroquia, a pesar de que ellas estaban exentas de este tipo de justicia.[16]

En 1624 el arzobispo de México, Juan Pérez de la Serna, le pidió que hiciera un registro de este tipo de prácticas con base en un cuestionario. En 1629 entregó sus resultados con una carta al nuevo arzobispo, Francisco Manso de Zúñiga, después de haber vaciado la información recabada en el manuscrito titulado Tratado de las supersticiones y costumbres gentílicas que oy viven entre los indios naturales desta Nueva España. En el texto se menciona que entre 1617 y 1618 empezó a realizar las averiguaciones que duraron cinco años (hasta 1621), y tardaría ocho años más en darlo a conocer, lo cual es indicio de una férrea dirección espiritual de parte de la Iglesia católica delegada tanto en el Tribunal de la Inquisición, para el caso de los españoles, como en el clero secular, que cada vez tendría un mayor peso en la enseñanza y defensa del dogma entre los indígenas; tratando de juzgar y reprimir esas prácticas supersticiosas extendidas entre todo el pueblo en general.[17]

Para Noemí Quezada, Ruiz de Alarcón: “Igual que cualquier hombre colonial creía en lo sobrenatural y daba una explicación mística a lo inexplicable. Todo aquello que no encajaba en su cosmovisión era señalado como supersticioso y en consecuencia asociado al demonio. Es interesante ver cómo registra estas creencias, las reprueba sin negarlas y las incorpora a su cuerpo conceptual”. En concordancia, imagina que este clérigo trató de acercarse e interpretar los conjuros y ceremonias usados en el nahuatlahtolli, el cual consideraba un “lenguaje dificultoso y casi ininteligible” que —creía— había sido inventado por el diablo para aprovecharse de la “natural flaqueza e inclinación” de los naturales, y era fomentado y preservado por adivinos locales, quienes mantenían vigente el ritual religioso anterior a la llegada de los españoles, causa de la no aceptación del catolicismo y de la preservación de sus antiguas costumbres y creencias que no eran dejados al olvido.[18]

Para Alfredo López Austin, las fuentes coloniales dan al nahuatlahtolli el “calificativo de oscuro y secreto, inspirado por el demonio para acentuar su carácter esotérico”; el significado etimológico de su nombre afirma esta naturaleza, aunque también puede traducirse como lenguaje encubierto o “lenguaje de los brujos o lenguaje mágico”. No obstante, también explica que ese lenguaje era el instrumento de que podía valerse el hombre instruido para “entrar en contacto con un sobremundo poderoso, regidor del sensible”;[19] incluso afirma que no sólo era comprendido por los guardianes de la fe antigua, o hechiceros, sino por los cultivadores y la gente común, que tal vez pudieron entender la mayor parte del sentido e intención de los conjuros y metáforas.

Para Ruiz de Alarcón, las potencias de la naturaleza eran identificadas por los indígenas como elementos divinos, que eran capaces de provocar desastres y enfermedades, teniéndolos que apaciguar y conmover. En el prólogo de su obra, recomienda a los ministros de estos feligreses que tuvieran especial cuidado en atender sus palabras al practicar ceremonias, “así de los conjuros, invocaciones y encantos, que aquí se refieren, como a los requisitos que suelen prevenir, acompañar, y seguir semejantes obras”.[20] En la carta al arzobispo que antecede a la obra manuscrita es más crítico al explicar que:

[...] es todo en el lenguaje dificultoso, y casi ininteligible, así porque el demonio su inventor con la dificultad del lenguaje que se haya en todos los conjuros, invocaciones, encantos, afecta su veneración y estima, como porque el lenguaje cuanto más figuras y tropos tuviere tanto es más difícil de entender, y el que refiero no es otra cosa que una continuación de metáforas, no sólo en los verbos, sino aun en los nombres sustantivos y adjetivos, y tal vez pasa a una continuada alegoría.[21]

Esta explicación muestra la complejidad de la lingüística ritual náhuatl, que se mantenía viva y fuerte, a pesar de la desestructuración cívico-religiosa y de la eliminación del sacerdocio local y de las prácticas y ceremonias religiosas que regían su vida diaria.

Durante el primer siglo del inicio de la evangelización cristiana entre los pueblos de Mesoamérica es claro que sus promotores, más allá de las problemáticas lingüística y cultural que enfrentaban, se habían centrado en obtener el aspecto formal de la adopción del catolicismo, sin considerar la asimilación y comprensión del fundamento teológico de la nueva religión. La adopción y repetición de rituales, fórmulas y oraciones vinculadas a un nuevo sentido religioso, el cristiano, ocultaba la supervivencia de la religión antigua en prácticas, ritos y dogmas de la milenaria cosmovisión que querían combatir y reemplazar. Incluso a veces las semejanzas de ritos y mitos hacían muy difícil la comprensión cabal de las diferencias y similitudes de los dos credos a la hora de efectuar un discurso y adentrarse a un nuevo dogma, lo cual condujo finalmente a un complejo sincretismo, acendrado en regiones apartadas. Sin embargo, a pesar de conservarse ciertos ritos que habían dado sentido a las prácticas cotidianas, no siempre se mantuvo su explicación ni la dirección del guía religioso o sacerdote indígena, lo que a la larga originó la pérdida o el deterioro de su complejo simbolismo relacionado con la significación de las divinidades antiguas como mediadoras de la naturaleza. De ese modo, la práctica religiosa perdió su carácter unitario y evolucionó en prácticas locales dispersas, que fueron conformando diversas expresiones de religiosidad popular en la Nueva España, las cuales quedaron registradas en los documentos coloniales.[22]

Una de las mayores preocupaciones de Ruiz de Alarcón era la embriaguez (asociada a las prácticas idolátricas), que por entonces iba en aumento entre el grueso de la población debido al consumo del pulque en las fiestas y rituales comunitarios, lo que generaba una continuidad en sus credos paganos. Así lo expresa: “La perdición de las almas por sí misma se está pregonando; el estrago de los cuerpos bien lo prueba la disminución tan grande que en tan pocos años ha venido la gente, tan sin número, que se hallaba en esta tierra al tiempo de la conquista, cuando con pena de la vida era prohibida la borrachera, siendo ésta a juicio de hombres cuerdos y experimentados la principal causa de esta disminución”.[23] Hay que preguntarse cuáles serían esos hombres cuerdos, pues sin duda pasaban de largo los problemas ocasionados por las epidemias y la explotación laboral, y sólo veían los efectos del consumo de las bebidas, que se había potenciado a falta de una alimentación adecuada entre la población nativa. Al mismo tiempo, para su mente cristiana, era origen de numerosos pecados, lo que disminuía el control ideológico hispánico. Esta idea la retomó y sintetizó después Jacinto de la Serna al redactar su manuscrito, en el cual, al tratar sobre la planta del maguey, reconoció tanto su beneficio como la problemática de su explotación al decir que “es tan útil y provechosa para la vida humana de los indios como dañosa para lo espiritual por el mal uso de su vino [pulque], y borracheras que hacen al demonio, e instrumento que toma para las mayores supersticiones, e idolatrías que les hace hacer”. No obstante, el mayor peligro era el consumo de enteógenos más que de bebidas pues, con ello, los sabios o hechiceros (nahuallis) obtenían una “embriaguez adivinatoria”, y no natural, fuente de supersticiones, que podía llevar a la falta de control y a pecar.[24]

Un ejemplo de lo anterior lo encontramos en el segundo capítulo del tratado primero de Ruiz de Alarcón, donde describe “la superstición de los tecomates”, que consistía en usar los vasos de barro en los cuales tomaban sus líquidos, como objetos sagrados para sus ofrendas y sacrificios, considerando que expresaba idolatría, pues eran guardados muy celosamente para toda fiesta importante:

[...] y es el caso que cuando hacen pulque (que es su vino) de magueyes nuevos, esto se entiende cuando estrenan la viña, el primer vino que hacen a su modo, el primer fruto que es el dicho genero de vino, lo ofrecen al dios que se les antoja, como al fuego o algún ídolo, y esta ofrenda se hace en los dichos tecomates hinchiéndolos del dicho pulque, y poniéndolos en el altar con mucha veneración los acompañan con incienso y velas encendidas, y de allí a un rato derraman allí un poco en señal de sacrificio, y luego de la resta de los tecomates y de los que tienen las ollas, que son sus cubas, los dueños y los combidados, dan, como dicen, buena cuenta, o por mejor decir, mala y tan mala, que con ella pierden la de su vida y costumbres, quedando fuera de juicio.[25]

Alarcón, al igual que los demás religiosos de la época, consideraba la embriaguez como la causa principal del despoblamiento, pues a su entender el consumo del pulque enfriaba los órganos internos propios de la reproducción, y al excederse en él, se ocasionaban riñas que podían terminar en hechos de sangre, además de actos “contranatura” que podían suscitarse, todo en ofensa del único Dios todopoderoso.

El ritual del cultivo del maguey

Ruiz de Alarcón dedica su tercer tratado a las supersticiones y conjuros para la siembra en general, pero brindando particular detalle sobre el cultivo del maguey, desde su plantación hasta el momento de la extracción del aguamiel.[26] Como lo ha observado recientemente la historiadora Viviana Díaz Balsera, quien retoma esa parte de la obra del religioso, el conjuro de plantación de un maguey era a la vez imperativo pero reverencial, con el uso de un náhuatl de carácter ritual. Se invocaba primero al palo plantador o coa, llamado Ce Atl (“Uno Agua”) —que se utilizaba para sembrar y también para castrar el maguey—; también se invoca a la cucharilla con el apelativo de “Chichimeca rojo” para raspar el corazón de la planta. Al maguey se le llamaba Chicuetecpacihuatzin, “Mujercita 8 hilera”, que interpreta como “Mujer 8 pedernal”, basándose en el estudio y la traducción realizada por Alfredo López Austin.[27] Esa advocación, supuestamente, se relaciona con la lluvia y Tláloc, además de tener un vínculo con la deidad de la raíz ocpatle, Pahtecatl (inventor del pulque) y con el culto solar de Piltzintecuhtli (el “Señor Príncipe” de la actividad agraria).[28] Sin embargo, se trata de un conjuro bastante inocuo, como señala Ethelia Ruiz, poco susceptible de una condena eclesiástica, tanto que, a pesar de lo expuesto por Díaz Balsera, en el conjuro original no aparece asociada la identificación con una deidad, como se verá más adelante.[29]

Ello ya lo había señalado décadas atrás el etnobotánico brasileño Oswaldo Gonçalves de Lima, en su excelente estudio sobre la representación del maguey y del pulque en los códices mesoamericanos, al citar al renombrado etnólogo alemán de la década de 1930, Leonhard Schultze-Jena, quien sitúa la fecha del calendario ritual Ce Tecpatl (Uno Cuchillo de Pedernal) como la dedicada a los “hacedores del pulque” para el “corte” o extracción del corazón de los magueyes listos para proveer de aguamiel, base de la elaboración del pulque; pues para esa ocasión: “aguardaban ardientemente, como el término donde ellos cortaban sus magueyes; por lo tanto, la esperaban para que sus magueyes fluyesen bastante, fuesen productivos. Y cuando ellos hacían sacrificio en el templo de Huitzilopochtli, entonces le ofrecían, como ofrenda, su pulque, el tlachique nuevo que llamaban huiztli [espina]”.[30] De lo que se colige que lo sagrado para los pueblos nahuas era la fecha ritual que relacionaban a su actividad agrícola, y que tenía imbricaciones con las potencias o “deidades” de la naturaleza, pero matizadas en la ya mencionada “superstición de los tecomates”, relatada por Alarcón.

La perspectiva que entonces aporta en su manuscrito Alarcón hace ver que entre los labradores de los pueblos nahuas se había asentado la “superstición del conjuro”, que en su opinión muestra la idolatría e influencia del demonio, al “pedirle y valerse de su favor para el buen acierto en la siembra, y buen logro en la cosecha de cualquier género de semilla”,[31] aunque en realidad demostraba una compleja reverencia a los elementos naturales y a los utensilios que se usaban en los procedimientos del cultivo y cosecha. A manera de recordatorio a los lectores de algunos términos adelante enunciados, diremos que el maguey de aguamiel es una planta endémica de Norteamérica, cuya domesticación corre a la par de la del maíz. Con el paso de milenios se vinculó a la producción agraria del altiplano, pues en comparación de las cosechas anuales, la savia del aguamiel se podía extraer todo el año, de modo que era altamente valorado en el periodo de secas del campo. Para ello, cuando la planta llegaba a su madurez se le extraía el corazón o “cogollo”, lacerando su interior con un palo recto o duro; tiempo después de ello, se realiza diariamente la operación del raspado, con “la cucharilla” o raspador filoso cóncavo llamado ocaxtle en náhuatl (que podía ser de obsidiana o metal como cobre o hierro). La recolección de su savia ha pasado a la historia como “tlachiquear” y en el campo se usaba el argot de “llorar el maguey” cuando se decanta la savia dentro del hueco del corazón extraído. Se recolectaba hasta hace poco con un acocote (Lagenaria sicerania), a manera de contenedor, y posteriormente se dejaba fermentar con cepas previas para obtener la bebida sutilmente alcohólica llamada iztac octli o pulque blanco. El uso de la planta fue total, pues suministraba líquido vital, partes comestibles, otras para vestir y algunas para la construcción; siendo tan importante que se le asoció a una divinidad femenina de la fertilidad, cuyo nombre, Meyehualli, en náhuatl puede significar “la que rodea o circunda al maguey”.[32]

A continuación se trascriben los conjuros de la “siembra y cultura del maguey” que reseña Alarcón, en cada caso los precede una acotación del propio autor (párrafos entrecomillados), luego aparece el texto en náhuatl (textos en cursivas), y subsecuente a esas citas aparece su traducción, que es comparada con la propuesta por el maestro Alfredo López Austin (textos entre corchetes):[33]

“Viniendo, pues, a nuestro intento, desde el primer passo que los indios dan endereçados a la cultura desta planta que llaman maguei, le acompaña la superstiçion del conjuro en esta manera: Cuando han de ir a trasplantar los magueyes que los han de sacar de la parte no cultivada para pasarlos a las viñas cultivadas, se previenen del piçiete [tabaco] como del ángel de la guarda o de la Deidad, a quien encomiendan esta obra, y luego cogen un palo agudo con que han de arrancar los magueyes pequeños y entran conjurando el dicho palo apercibiéndole para que haga bien su oficio y así le dicen”:[34]

Tlacuele, tla xihualmohuica, tlamacazqui ceatl itonal: tictecopehuazque, ticquetztehuazque, in chicueteepaciuatzin nicilallitiuh, nitlallitiuh in campa qualcan yeccan nitlachpani, oncan notonnotlaliliz, oncan mehuititiez.

Ea, que ya es tiempo, Espiritado, cuya dicha está en las aguas, vamos que habemos de arrancar y levantar la estimable mujer, la de ocho en orden, que he de ir a plantarla, tengo de ponerla en lugar muy a propósito y muy fértil que le he limpiado, allí le tengo de poner donde esté muy a su gusto como que la brinda con la mejoría del nuevo asiento.

[¡Ea! Dígnate acompañar, sacerdote del signo del destino Uno Agua. Nosotros empezaremos a subir, nosotros levantaremos a la venerable mujer Ocho Pedernal. Yo iré a colocarla, yo iré a colocarla, en el lugar bueno, en el lugar abrigado. Yo barro el lugar donde la colocaré, donde se reconfortará.]

“Dicho esto arranca los magueyes pequeños que han de trasplantar, y habiéndolos llevado al lugar que han arado y cultivado para la nueva viña, hablan con el maguey como dándole la bienvenida y dicen”:

Tlacueli, xihualmohuica, chicuetecpacihuatzin, ca nican qualcanyeccan; onimitztlachpani nican timehuititiez.

Seas bien llegada, noble mujer de ocho en hilera, que aquí es muy a propósito, y muy buen lugar, aquí labré y cultivé para que estés muy a tu gusto.

[¡Ea! Ven a acompañar, venerable mujer Ocho Pedernal, que aquí es lugar bueno, lugar abrigado. Yo barrí para ti; aquí te reconfortarás.]

“Dicho esto los planta, y adviértase que los llama mujer de ocho en orden, u en hilera, porque de ordinario los ponen como ajedrezados en hileras de ocho en ocho. Con esto se van muy contentos con que dejan plantada su viña y hecha la infernal recomendación. Llegados a edad y madurez los magueyes cuando castrados han de destilar el aguamiel, de que estos desdichados hacen el pulque y sus ordinarias borracheras, para haberlos de castrar conjuran el instrumento que es un palo duro y la punta afilada como escoplo y cogiéndole en las manos le dicen”:[35]

Tla xihualmohuica, tlamacazqui ceatl itonal; ca ye axcan, ca otihueiac chicuetecpaciuatzin; ca moyolcaltzinco noconaquiz, tiamacazqui çeatl itonal.

Ven acá Espiritado, cuya dicha está en las aguas. Ahora es tiempo que ya estás de sazón, mujer de ocho en orden, advierte que ha de entrar hasta el hueco de tu corazón el Espiritado cuya dicha son las lluvias.

[Dígnate ser compañero, sacerdote del signo Uno Agua, porque ya ahora, porque ya creció el vientre de la venerable mujer Ocho Pedernal. Porque yo meteré en tu venerable lugar de la caja del corazón al sacerdote del signo Uno Agua.]

“Diciendo y haciendo empuja el palo agudo al centro del maguey y le saca el corazón. Luego se sigue hacerle en el dicho centro la carteneta o pilerilla donde destila y se recoge el aguamiel que es el fruto del maguey. Para ese efecto conjura el instrumento, que es una cuchara de cobre con filo, a la cual le dicen”:

Tlacuele, tla xihualmohuica tlatlauhqui chichimecatl; tla axcan tla xicpopoa, chicuetecpanciuatzin iyollocalco tinemiz, ticmixqualtiliz; ca ye axcan ticixayotiz, ticchoctiz, tictlaocolitiz, ticitonaltiz tiquixinemeyallotiz in chicuetecpacihuatzin.

Ea, que ya es tiempo, haz tu oficio, chichimeco bermejo. Ea, ya ahora raspa y limpia tu obra, ha de ser dentro del asiento del corazón de la mujer, una de ocho en hilera, hazle de dejar la tez muy limpia y le has de hacer que luego llore, y se melancolice y eche muchas lágrimas y sude de manera que salga un arroyo de la mujer una de ocho en hilera.

[¡Ea! Dígnate acompañar, chichimeca rojo, ¡Ea! Ahora, dígnate limpiar a la venerable mujer Ocho Pedernal. Vivirás en el lugar de la caja de su corazón. Tú harás que se restaure su rostro, porque ahora la harás lagrimear, la harás llorar, la harás entristecerse, la harás sudar, harás que sus ojos manen a la venerable mujer Ocho Pedernal.]

“Con esto entra la obra de manos, raspando y alisando con la cuchara de cobre aquel hueco, o cóncavo, que queda en el corazón del maguey sacado el cohollo donde en el conjuro pide, hablando metaphoricamente, se hagan aquellos llantos y sudores y arroyos, significando que allí ocurra gran cantidad de aguamiel con que sea más abundante su cosecha, y no menos la del demonio, pues todo ello viene y no a parar en sus desmedidas y perjudiciales borracheras. Otros [labradores] usan de otro modo de conjuro para el mismo efecto, cuyas palabras son”:[36]

Tlaxihualhuia, nonan Tlalteuchtli, ca ye momac nocontlalia, in nohueltiuh chicuetecpacihuatl. Huel xicnapalo, huel xicnahuatequi. Amo quexquich cahuitl in nichualittaz, ca zan· macuilaman nichualittaz. Ixco, icpactzinco nitlachiaz.

Estame atenta, mi madre y señora tierra, que ya te entrego a mi hermana, la de ocho en hilera, cógela, y abrázate con ella fuertemente y porque no tardaré mucho en tornar a requerir el buen logro de la planta, que dentro de cinco instantes volveré a visitarla y a ver su buen logro.

[Dígnate venir, mi madre TIalteuctli, que ya pongo en tus manos a mi hermana mayor la mujer Ocho Pedernal. Llévala bien en los brazos, abrázala bien. No vendré a verla en cualquier momento, que sólo la vendré a ver dentro de cinco momentos. Su rostro, sobre su venerable ser miraré.]

Alarcón termina, finalmente, con esta reflexión, pues el conjuro intima o recomienda a la deidad, o Madre Tierra, para que “el maguey prenda y arraigue bien y fácilmente, y para que mui presto llegue a saçon”, lo que muestra la pervivencia en las creencias, tras un siglo de dominación española en los territorios del sur del Anáhuac. Alarcón considera que el nombre “ocho en hilera” se refería a la forma de cultivo en que se disponían las plantas del maguey; en cambio, López Austin refiere que es el nombre calendárico de la divinidad femenina de la planta. Para mí, es el sentido alegórico de la forma de planta, elevando ocho pencas al cielo como si fueran ocho pedernales verdes;[37] sin embargo, realmente la petición o conjuro en náhuatl no se otorga a alguna deidad antigua (a excepción tal vez de Tlateuchtli), sino más bien es un petición a las fuerzas naturales que se encubren en los nombres calendáricos (como mujer Ocho Pedernal, sacerdote Uno Agua o Chichimeco Bermejo) que guardaban celosamente los guardianes de las costumbres antiguas que pasaron de sacerdotes de honra a denostados hechiceros.

Supervivencias rituales del pulque a lo largo de los siglos

Para cerrar esta sucinta revisión, se presentan tres actos rituales de diferentes centurias a la hora de obsequiar el pulque blanco como ofrenda para alguna ceremonia social, o como un objeto que santifica con su presencia la acción que acompaña, que recuerda lo expresado por Alarcón en la descripción del uso de los tecomates. La primera cita es aporte del dominico fray Diego Durán en su Historia de las Indias de Nueva España e Islas de Tierra Firme, de la segunda mitad del siglo xvi, al describir la importancia del pulque blanco o “iztac octli”, usado “no sólo para sus fiestas y beodeces”, sino también para diluir en él sus medicinas:

Este octli era adorado por dios, como dejo dicho, en nombre de Ome Tochtli, y demás de tenerlo por dios, era ofrenda de los dioses, y más particular, del fuego; unas veces ofreciéndoselo delante en vasos otras veces salpicando el fuego con él con un hisopo, y otras veces derramándolo alrededor del fogón. Era ofrenda de casados y de mortuorios, a la mesma manera que los de nuestra nación española ofrendan pan y vino en sus honras y mortuorios.[38]

El pulque no sólo era parte integrante de una fiesta o reunión social, sino que era un aspecto esencial en las celebraciones que implicaban un acercamiento comunitario que, al adquirir carácter religioso, se tornaba parte del ritual que sobrevivió a la conquista y la evangelización. Además, la embriaguez brindaba un estado espirituoso, que puede ser interpretado como un estado más cercano a las deidades, fuesen locales o adoptadas.

El segundo aporte se halla en la obra Breve relación de los dioses y ritos de la gentilidad, de Pedro Ponce de León, divulgada hacia el siglo XVII, donde se anotan algunos aspectos de supervivencia de aquel ritual. El cura beneficiado de Zumpahuacán mencionaba que en la celebración de sus fiestas el pueblo ofrecía pulque, una parte derramándolo al fuego y otra llevándolo a la iglesia y colocándolo en jícaras delante del altar, para luego dar de almorzar a los teopantlacas (encargados del templo) y a los mayorales.[39] Después narra con mayor amplitud la ceremonia de huitzmanaliztli (fiesta del pulque nuevo o “espina”), que se realizaba al momento de “castrar” o quitar el corazón de los magueyes y ofrecer la primicia del primer pulque al fuego:

[...] llegado el momento de castrarlos y sacar la miel llaman a un viejo o maestro que para esto está señalado, el cual manda que sacada la miel le echen en sus tinajas o cántaros para hacer el pulque, y primero vierte una poquilla de la miel donde están los nuevos magueyes en la tierra, y habiendo dejado mandado se haga el pulque viene otro día a la casa del señor de la viña adonde están ya convidados algunos vecinos y le tiene aparejado el corazón del maguey que en lengua le llaman ciotl [quiote]; echa del nuevo pulque en una jícara o vaso y con un cántaro de ello lo ofrece al fuego, está un rato ofrecido, luego toma del pulque y derrama un poco por delante del fuego. A esto dicen en la lengua motencihuaz in huehuetzin y toma la punta del corazón del maguey y métela dentro de la jícara dándole con el dedo para que salpique el fuego, y luego háblale quedito y sale afuera y habla diciendo las palabras nican catqui in antlamacazque achitzin neuctzintli iconmohuellamachtizque, dase un azotazo con el corazón del maguey y luego bebe su jicarilla; vuelve otra vez y echa del pulque ofrecido y dalo al primer convidado dándole un azotazo y bebe, así va haciendo hasta que se acaba la rueda. En esta prueba del nuevo pulque no se han de embriagar”.[40]

Esta descripción detallada muestra un ritual de alto sentido comunitario, en el cual el aguamiel fermentado en pulque cumplía el papel de líquido sagrado que hermanaba a todos los miembros y, al mismo tiempo era un acto de contrición y sacrificio, que se hallaba lejos de la idea de una embriaguez ritualizada y generalizada que habían divulgado los clérigos como el mismo Alarcón, dando una férrea identidad a las creencias religiosas nahuas luego del dominio hispano-católico. Por su parte se encuentran tres elementos simbólicos: el fuego, los viejos y el acto de contrición, muy importante para la ejecución ritual de la renovación del campo y de las comunidades.

Para el siglo XVIII, en el capítulo XXXVI de los Capítulos de historia franciscana de Fernando Ocaranza, titulado “El pulque, los mercedarios y los franciscanos”, se halla un diálogo entre un representante de cada orden, donde se brinda la opinión de fray Diego González de la orden de la Merced respecto de la permisividad de la venta del pulque, tras lo cual comenta —como si hubiese leído las obras de clérigos del siglo anterior— que:

Desde el tiempo que el maguey se planta, se traspone, crece y madura y le sacan el aguamiel, es una continuada superstición. Pues todo lo hacen con ceremonias diabólicas y adiciones idolátricas. Cuando estrenan el pulque nuevo, convidan a los amigos, encienden el fogón y lo primero es ofrecerle al fuego un cantarillo de pulque, lo demás se reparte en jícaras a los convidados.

Entonces uno de los viejos que son los maestros de ceremonias, derrama un poco en el fuego diciendo con mucha sumisión: ‘Dignaos, Señor, de recibir este poco de pulque que os ofrezco’. Y esto mismo hacen todos los convidados. Y así llaman al pulque, ‘Agua de Dios’. Y usan en las pulquerías una ceremonia bien conforme a la pasada.

Júntanse algunos convidados a beber y puesta la vasija en medio, se ponen en rueda y uno de ellos mete la mano en la vasija, y asperja a los demás, con lo que piensan que es agua de Dios o lo que juzgan agua bendita.[41]

La anterior transcripción muestra que el aspecto comunitario se mantenía vigente y que había decantado a una especie de sacrilegio para el catolicismo, en el entendido de que si el pulque era en parte sagrado, por el ritual acostumbrado, no había inconveniente en utilizar y santificar tanto las reuniones como su consumo en sí; sin embargo, lo que sí trajo fue una demanda creciente y un uso desmedido sobre todo en las ciudades y en los lugares de venta conocidos como pulquerías, que tuvieron un proceso importante de secularización y mercantilización de un importante objeto sacro mesoamericano, que al finalizar el Virreinato se convirtió en un enorme negocio lucrativo. En cambio, el aspecto ritual en la siembra se olvidó y sincretizó en las regiones productoras.

Reflexiones a manera de conclusión

Como hemos observado desde la impronta evangelizadora de las órdenes religiosas llegadas a Mesoamérica en el siglo XVI, con sus exponentes como fray Andrés de Olmos o fray Diego Durán, cuya imperante necesidad era la descripción de las costumbres de los pueblos nahuas, pasó pronto a la búsqueda, enumeración sistemática e intento de comprensión-eliminación de los rituales religiosos ancestrales que perduraban (cuyo mayor ejemplo fue la obra de fray Bernardino de Sahagún); al paso de un siglo llevó a la persecución y erradicación de lo que (primero los religiosos regulares y luego los seculares) consideraban como supersticiones y conjuros, muestras de actos de idolatría, cuando en realidad manifestaban una realidad suplicante y gran sensibilidad de tinte naturalista de los pueblos originarios, que en el mayor de los casos sacralizaban las metáforas y alegorías de potencias de la naturaleza a las que se quería convencer para obtener el beneficio de la cosecha, y ritualmente ofrecerlo a las divinidades en medio de prácticas religiosas comunitarias que fortalecieran su unidad. No obstante la mentalidad e ideología ortodoxa de los religiosos, sólo concibieron actos de rebeldía y de continuidad de las prácticas antiguas que, al no comprenderlas, las tildaron como actos paganos, idolátricos y demoniacos, en el entendido que catalogaban de ello a toda petición o súplica a las fuerzas de la naturaleza. Esto continuó hasta casi finalizar el periodo colonial, cuando paulatinamente un orden laico en la vida cotidiana se fue imponiendo, en medio de cambios en la percepción comercial de la producción agrícola, de un mestizaje en la cultura agraria y en las reformas del culto religioso católico. No obstante, algunas expresiones quedaron encubiertas, como la expresión de “hacer llorar al maguey”, o de que la savia convertida en pulque era “leche de la Virgen” católica, ya sea en su advocación de Guadalupe o en la de Los Remedios; o dar de beber al suelo (y ya no al fuego) como parte del acto de “hacer el alacrán”, que es verter al suelo el sobrante del pulque tomado en un tinacal o en pulquerías capitalinas de la Ciudad de México, como reminiscencia de la antigüedad.

Como se ha enunciado, los rituales y anunciamientos de petición para el cultivo del maguey así como en la manera de extraer su savia (entendida como la sangre del agave que fue sacrificado en la extracción su corazón o meyolotl) y la fermentación de ésta para convertirla en una bebida embriagante pueden darnos pistas de la forma en que se concebía el sacrificio en el mundo mesoamericano antes de la llegada de los hispanos y del cristianismo. La forma reverencial en la que se expresaban de la planta, dadora de los mantenimientos, también se generalizaba a los dos utensilios más usados hasta hoy día por los tlachiqueros: la cucharilla o raspador de maguey, que era nombrado “chichimeco bermejo”, entendido como el objeto sacrificante, en unión al rojo óxido de su uso figurativo; y al palo o coa, que se asemeja al quebrador usado para la extracción del corazón del maguey, simbolizando figurativamente la penetración y la fecundación de la planta llevada a cabo por el hombre tlachiquero que ejecuta la acción. Estas reminiscencias coloniales, expresadas aún en ciertas comunidades del país, muestran un proceso productivo ancestral que ha perdido su simbolismo religioso rural.

Todo lo expuesto nos muestra un mundo de representaciones simbólicas que con el paso del tiempo se incorporaron a actos rituales comunitarios que perdieron su sacralidad y se convirtieron en costumbres desprovistas de su significado religioso como agrícola; sin embargo, en muchos sentidos, sobrevivieron hasta hoy en prácticas que los productores y consumidores de pulque consideran como integrantes de su “tradición”. Esas expresiones que se mantienen en la mentalidad tanto de las personas que realizan los oficios de tlachiquero o tinacalero muestran una cierta necesidad de encomendar el buen término de sus actividades a un ser sobrenatural, lo cual en otro momento histórico del pasado se asociaron a fiestas religiosas católicas como el día de la Santa Cruz o de san Isidro Labrador, en donde la petición a la divinidad o a sus representantes se mantuvo vigente en un variedad de alabanzas, antes y después de las faenas agrícolas, incluyendo el cántico del Alabado (“Sea alabado y ensalzado / el divino Sacramento, / en quien Dios oculto asiste / de las almas el sustento”), que se efectuaba en los tinacales de las haciendas pulqueras hasta el siglo pasado, atribuido al franciscano fray Antonio Margil de Jesús, quien dejó ese legado, al recorrer prácticamente toda la zona productiva de Nueva España, según cuenta la tradición oral. No hay duda alguna respecto de la asociación del pulque con la sacralidad de la comunidad, la cual permaneció intacta hasta finalizar el periodo de la Colonia. Queda pues abierta la invitación para estas reflexiones en donde convergen la historia y la etnografía de los aspectos cotidianos que aún necesitar vislumbrarse de una manera integral y académica, para explicar de mejor manera los patrimonios vivos de nuestros pueblos originarios.

 

[1] Antonio Castro Leal, “Don Juan Ruiz de Alarcón. Su vida, su arte, su espíritu y su patria”, estudio introductorio a Juan Ruiz de Alarcón, Cuatro comedias (México: Porrúa, Sepan Cuantos..., 10, 1961), XV.
[2] Sonia Corcuera de Mancera, Del amor al temor. Borrachez, catequesis y control en la Nueva España (1555-1771) (México: FCE, 1994), 214-215.
[3] Castro Leal, “Don Juan Ruiz...”, xvi; Margarita Peña, “Los hermanos de Juan Ruiz de Alarcón: ortodoxia y judaísmo”, Elementos, núm. 43, vol. 8, (2001), 47-51, acceso el 11 de octubre de 2023, https://elementos.buap.mx/directus/storage/uploads/00000002725.pdf; Margarita Peña, “Juan Ruiz de Alarcón y sus hermanos: universitarios, curas ‘beneficiados’ y un dramaturgo”, Cervantes Virtual, acceso el 11 de octubre de 2023, https://www.cervantesvirtual.com/obra/juan-ruiz-de-alarcn-y-sus-hermanos--universitarios-curas-beneficiados-y-un-dramaturgo-0/; Willard F. King, Juan Ruiz de Alarcón, letrado y dramaturgo. Su mundo mexicano y español (México: El Colegio de México, 1989), 27-61.
[4] Los datos biográficos son de María Elena de la Garza Sánchez, introducción a Hernando Ruiz de Alarcón, Tratado de las supersticiones y costumbres gentílicas que hoy viven entre los indios naturales de la Nueva España (1629) (México: sep, 1988), 13-14; los brindados en paréntesis, de Michael Coe y Gordon Whittaker, introducción a Aztec Sorcerers in Seventeenth Century Mexico. The Treatise on Superstitions by Hernando Ruiz de Alarcón (Albany: Institute for Mesoamerican Studies-State University of New York at Albany, 1982); además, la ubicación geográfica de las poblaciones se encuentra en Alfredo López Austin, “Términos del nahuatlatolli”, Historia Mexicana, núm. XVII (1967): 1-36, 3.
[5] Otros estudios de esa obra los han llevado a cabo: William H. Fellowes, “The treatises of Hernando Ruiz de Alarcón”, Tlalocan, vol. v (1977): 309-355; Richard Andrews y Ross Hassig eds. y trads. de Treatise on the heathen superstitions that today live among the Indians natives to this New Spain, 1629 (Norman: University of Oklahoma Press, 1984); Alexandre E. Varella, “Las huacas en Nueva España. La noción de idolatría peruana en el discurso de Hernando Ruiz de Alarcón”, en La idolatría de los indios y la extirpación de los españoles, coord. de Gerardo Lara Cisneros (México: Colofón / UNAM, 2016): 99-143, además, están los estudios literarios de Enrique Flores y de hermenéuticos como Gruzinski.
[6] Anales del Museo Nacional (México: Imprenta del Museo Nacional, 1892-1900), vol. 1, 280 y vol. VI, 125-224.
[7] Jacinto de la Serna, Pedro Ponce, fray Pedro de Feria, Tratado de las idolatrías, supersticiones, dioses, ritos, hechicerías y otras costumbres gentílicas de las razas aborígenes de México, vol. i, notas, comentarios y estudio de Francisco del Paso y Troncoso (México: Ediciones Fuente Cultural de Librería Navarro, 1953), 39-368; Hernando Ruiz de Alarcón, Pedro Sánchez de Aguilar y Gonzalo de Balsalobre, Tratado de las idolatrías, supersticiones, dioses, ritos, hechicerías y otras costumbres gentílicas de las razas aborígenes de México, vol. II, notas, comentarios y estudio de Francisco del Paso y Troncoso (México: Ediciones Fuente Cultural, 1954), 17-180.
[8] Pilar Máynez, introducción a Hechicerías e idolatrías del México Antiguo (México: Conaculta, 2008).
[9] Ángel M. Garibay, Teogonía e historia de los mexicanos. Tres opúsculos del siglo XVI (México: Porrúa, 2005), 16.
[10] Máynez, Hechicerías..., 19-23; David Eduardo Tavárez, “Reproducción social de las prácticas rituales del Posclásico tardío en la época colonial temprana del centro de México”, Famsi, acceso el 11 de octubre de 2023, http://www.famsi.org/reports/96039es/index.html.
[11] Máynez, Hechicerías..., 19; Corcuera, Del amor al temor..., 8.
[12] Georges Baudot, paleografía del texto náhuatl, versión española, introducción y notas a Fray Andrés de Olmos, Tratado de hechicerías y supersticiones (México: UNAM, 1990), IX-XIII.
[13] Fray Martín de Castañega, Tratado de las supersticiones y hechicerías (Buenos Aires: Universidad de Buenos Aires-Facultad de Filosofía y Letras, 1997).
[14] Woodrow Borah, El siglo de la depresión en Nueva España (México: FCE, 1941), 249, apud De la Garza, introducción a Tratado...., 16. Se puede cotejar con la tesis de María Alba Pastor, Crisis y recomposición social; Nueva España en el tránsito del siglo XVI al XVII (México: UNAM / FCE, 1999).
[15] José Luis González M., “Sincretismo e identidades emergentes: El Manual de Jacinto de la Serna (1630)”, Dimensión Antropológica, vol. 13, núm. 38 (2006), 87-113; Émile Durkheim, Las formas elementales de la vida religiosa (México: Ediciones Coyoacán, 2001), 32.
[16] Noemí Quezada, “Hernando Ruiz de Alarcón y su persecución de idolatrías”, Tlalocan, núm. VIII (1980): 323-354.
[17] De la Garza, introducción a Tratado...., 17; Quezada, “Hernando Ruiz...”, 324.
[18] Quezada, “Hernando Ruiz...”, 325; De la Garza, introducción a Tratado...., 18.
[19] López Austin, “Términos...”, 1-6.
[20] En adelante se citará la obra de Ruiz de Alarcón, Tratado de las supersticiones..., de 1988, 31.
[21] Ruiz de Alarcón, Tratado de las supersticiones..., 28-29.
[22] Sonia Corcuera de Mancera, El fraile, el indio y el pulque. Evangelización y embriaguez en la Nueva España (1523-1548) (México: FCE, 1991), 118.
[23] Ruiz de Alarcón, Tratado de las supersticiones..., 127-128.
[24] De la Serna, Ponce y De Feria, Tratado de las idolatrías..., v. I, 304. La obra de Serna, Pedro Ponce, Pedro Sánchez de Aguilar y otros fue reeditada en El alma encantada (México: ini / fce, 1987); Varella, “Las huacas...”, 135-142.
[25] Ruiz de Alarcón, Tratado de las supersticiones..., 46.
[26] Ruiz de Alarcón, Tratado de las supersticiones..., 127-130.
[27] Alfredo López Austin, “Conjuros nahuas del siglo XVII”, Revista de la Universidad de México, vol. XXVII, núm. 4 (1972): I-XVI.
[28] Viviana Díaz Balsera, Guardians of Idolatry. Gods, Demons, and Priests in Hernando Ruiz de Alarcón’s Treatise on the heathen superstitions (Norman: University of Oklahoma Press, 2018), 87. La autora expone que los integrantes de la comunidad nahua eran “sujetos diligentes que labraban y negociaban espacios donde pudieran desplegar su conocimiento local descentrado pero no contrario a los principios del cristianismo hegemónico”, Díaz Balsera, Guardians of Idolatry...., 14.
[29] Ethelia Ruiz Medrano, “Sobre Viviana Díaz Balsera, Guardians of Idolatry. Gods, Demons, and Priests in Hernando Ruiz de Alarcón’s Treatise on the heathen superstitions”, Historia Mexicana, vol. XXVI-4, núm. 284, (2022), acceso el 11 de octubre de 2023, http://dx.doi.org/10.24201/hm.v71i4.4087.
[30] Oswaldo Gonçalves de Lima, El maguey y el pulque en los códices mexicanos (México: FCE, 1978), 202-203.
[31] Ruiz de Alarcón, Tratado de las supersticiones..., 127.
[32] Rodolfo Ramírez Rodríguez, “Mayahuel no es la diosa del maguey. La historia sobre su verdadero nombre”, Relatos e Historias en México, núm. 137 (2020): 76-82.
[33] Las traducciones en corchetes se tomaron de López Austin, “Conjuros nahuas...”, XIV-XV.
[34] Ruiz de Alarcón, Tratado de las supersticiones..., 128.
[35] Ruiz de Alarcón, Tratado de las supersticiones..., 129.
[36] Ruiz de Alarcón, Tratado de las supersticiones..., 130.
[37] Cfr. Doris Heyden, Mitología y simbolismo de la flora en el México prehispánico (México: UNAM, 1983).
[38] Fray Diego Durán, Historia de las Indias de Nueva España e islas de tierra firme (México: Conaculta, 2002), t. II, 210.
[39] Hechicerías e idolatrías..., 29.
[40] Hechicerías e idolatrías..., 34-35.
[41] Raúl Guerrero Guerrero, El pulque (México, INAH / Joaquín Mortiz, 1985), 84.

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